El sexo ES todo un fenómeno, ¿No les parece?.
Enfrenta permanentemente a la sociedad con la iglesia, trae problemas de pareja, los hombres se obsesionan con él, es el protagonista de extensos y consabidos debates sobre si hay que practicarlo antes del casamiento o no, por diversión o por amor, carga con una cantidad de canciones de artistas y géneros diversos que lo nombran y lo describen, es tema fundamental de un sábado a la noche con amigas.
Para mi, es como una ruleta rusa. Exactamente igual a jugar con un cuchillo, haciéndolo rodar por nuestros dedos, siempre conscientes de que podemos cortarnos. Pero la sensación que nos produce la incertidumbre de saber si finalmente vamos a abrirnos una herida o no, no permite que cesemos con esta conducta.
Adrenalina pura, el encanto y el sabor de lo peligroso.
Uno sabe que es una experiencia única, que causa los placeres que con otras prácticas es imposible alcanzar, pero el riesgo que implica disfrutarlo puede que nos convierta prematuramente en los fundadores de una “hermosa” pero no deseada familia. Sin embargo, casi la totalidad de las parejas menores de 25 años, no dejan de gozar de sus privilegios.
El adolescente es así, se excluye de todo-por llamarlo de algún modo- accidente, con la típica frase “eso les pasa a los b... que no tienen idea de nada, yo me manejo”.
El sexo ES un juego, en el cual ganan todos los que lo disfrutan a pleno sin hacer distinción de raza ni género o los que simplemente lo disfrutan con su pareja. Pero, varios, en algún determinado casillero del tablero, pierden. Y perder en este caso, implica tener que volverse responsable del resultado de este apasionante juego. En ese momento, se descubre que la adolescencia nos gano un turno y terminó de jugar antes de que nosotros nos diéramos cuenta.
Es curioso, porque en este pasatiempo gana el que no llega a la meta. Varios utilizan científicas y complejas estrategias. Pero no siempre estos artilugios son ventajosos.
Pasados los 30 años, es preciso correr a la meta, pero esa es otra historia.
Preguntémosnos ahora, ¿Vale la pena manchar con sangre la alfombra blanca sólo por ver el sensual vaivén del filo del cuchillo entre nuestros dedos?. Cada quién asume el riesgo.
El problema es que no todos logran asumir que las manchas de sangre no salen sólo con agua.